La Tabla

Plancha de aglomerado, 5 cm de espesor. Procedencia escandinava. Área aproximada 120 x 80 cm. Cobertura de chapa negra de ínfimo espesor. Vetas doradas casi imperceptibles. Se eleva del suelo un escaso medio metro, una distancia parecida a la que la separa del sofá, de mi acomodo para abordarla.

El color oscuro hace visible el polvo y las migas, e invisibles los ocasionales cadáveres de mosca que llegaron a viejas. Un vaso de agua se posa desde hace un par de días sobre un regalo que salió de su alegre cáscara algún día del mes pasado para no volver a moverse. Los tiquets arrugados son más precisos en su origen, llevan una fecha de emisión que no merece la pena revisar. Su volumen caótico es su condena. Si estuvieran lisos se salvarían de la próxima limpieza, infiltrados entre recibos, dípticos, multas, planos efímeros, versos amputados y algún vale descuento inútil. Sobrevivirían por tiempo indeterminado y un día saldrían de su escondite para alumbrar el recorrido inerte del olvido.

En la esquina hay un vaso de cuero del que descollan algunas plumas. No se mueven. Están encajadas por tarjetas de visita que se han ido acumulando inexorablemente. Tengo la sensación de que a una de ellas le queda tinta. La negra la espichó el chaval el otro día. Desde ese momento creo que no se han movido de ahí. A su lado, debajo de esa revista dinatrés, posiblemente haya agendas culturales obsoletas de ciudades a las que no volveré más que en legajos de fotografías. Si viniera Raquel a visitarme (lo cual parece cada día más improbable), las desempolvaría con unas copas de vino blanco y nos embarcaríamos en ensoñaciones viajeras de presupuesto desaforado. Cuando nos cansaramos sacaríamos la basura pendiente y si el vino es bueno – o eso me gustaría pensar – pondríamos a prueba la resistencia de la mesa.

El portátil permanece cerrado desde hace una semana. Su color gris grafito es lo que mejor combina con la mesa, he de confesar que ya estoy un poco cargado de elogiar el diseño de sus letras plateadas y sus guiños diamantinos cuando te mueves a su alrededor. Todo acaba cansando. Detrás, dos filas de volúmenes de fotografía forman una buena base para levantar pirámides de libros y dejar una bobina encima como corona sirve para no pensar en mover todo el conjunto, mientras tanto sus lomos exhiben sus presuntuosos  títulos como promesas de evasión. Por cierto, ese pendraif blanco ahí incrustado ¿es el que había estado buscando desde la mudanza?  Una buena selección musical lleva su trabajo, y nunca se lo pude agradecer sinceramente a su artífice. Cada vez que me lo preguntaba – ahora ya se cansó –, mi estúpida sonrisa de agradecimiento se agotaba en ella misma, incapaz de aportar más comentarios.

Hay que reconocer que las gafas de sol tampoco desentonan con los mandos a distancia. Hoy se disponen en formación, con sus respectivas incrustaciones de plástico plateado y los botones formando una paleta de colores básicos en la parte baja. El último de la fila es el teléfono inalámbrico, se ha colado en esa familia subrepticiamente. Lleva días descargado, su base está demasiado lejos y al parecer nadie pregunta por él, por lo tanto otro soldado a la reserva. Esa gamucilla para limpiar lentes (¿se podrá lavar?) tiene un tono de babero infantil que resulta desagradable a la vista y por lo tanto al tacto, supongo que por eso sobrevive.

En otra esquina, un cuaderno plastificado ostenta la leyenda Reino de España. Sí, esa documentación como tantas otras cosas que andan por aquí espera su momento, su vida latente, su promesa de acción o su retiro definitivo. Quizá sería suficiente que desaparecieran de la vista para que dejaran de existir. Este anillo no me resulta familiar, mejor aquí, en la cajita de los mecheros. Entre las monedas y los cuelgafácil que sobraron de la mudanza hace ya.. el  tiempo justo para dar de comer a la amnesia. Esa novela pendiente de reescritura también continúa esperando por mí.  No le queda nada, pero sigue ahí, muda, con su marcapáginas saliendo como una lengua cuadrada y burlona.  Es un faro constante, un ancla para transitar entre el poso, la espera y el deseo.

Los objetos me observan, quizá estén preguntándome algo que no alcanzo a entender.

Las migas tienden a desintegrarse, también la ceniza, también el agua del vaso con sus estátices supervivientes, sus malvas continúan palideciendo, pero tan despacio.  Lo mismo que la mayor parte de esta agenda telefónica.  Ese bulto oscuro, inerte, al otro lado de la mesa.  Durante el día es un puf viejo y desinflado, te dejabas caer ahí y tu mirada sustituía al televisor por largas temporadas hasta que… no sé por qué…

Este puzle necesita de su desorden más absoluto para comenzar de nuevo, mientras tanto la tabla despliega su condición horizontal – antítesis del cajón- como un muestrario de huellas, de signos, de pistas retomadas, de todo lo que no puedo llevar en mis bolsillos y en la memoria.  Un cuestionario incomodo, un espejo íntimo, un diario intransferible, tan frio como exacto.  Mi tabla.

Comentarios (6)

  1. Pepa dice:

    Bueno, bueno… hai que ver o que dan de si as circunstancias, Unha vez mais sacar a esencia do cotio

    1. La Huella dice:

      La vida de las cosas… Las cosas de la vida.
      Graciasss Pepa!!

  2. Lorena dice:

    Peculiar!!!.-

    1. La Huella dice:

      Gracias de nuevo Lorena!!

  3. PUPO dice:

    Cosas con vida…

    1. La Huella dice:

      A cuestas…
      Bienvenido y gracias por comentar!!

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