La novia

Los ciclos de la memoria vienen y van, como las nubes en el cielo. Nunca sabes de dónde siguen saliendo ni cuando desaparecerán del todo.

Tuve una novia hace años, décadas para ser más preciso, que se estremecía de su propia belleza. No era un escalofrío narcisista frente al espejo inmaculado de la propia juventud. No. Se trataba del descubrimiento de la naturaleza en su propia carne.  Supongo que en esa edad no puede haber nada más intenso. Caminábamos, nos distraíamos, esbozábamos ideas como sospechas de conocimiento, hambrientos de futuro.  Nuestros pasos nos llevaban a un lugar recogido generalmente al aire libre.  Ahora que lo pienso, quizá esos lugares y esos caminos ya habían sido recorridos en su mente con anterioridad. La península del Morrazo y sus mil esquinas eran su territorio.  Yo me dejaba guiar, con ese imán hubiera llegado donde hiciera falta.

Después de reposar un rato – ella tenía el tranco de una voleibolista profesional – aguardábamos palpitantes.  Aguardábamos para continuar ese proceso de descubrimiento de su hermosura. Ambos sabíamos que era inevitable. Quizá no hubiéramos sabido hacer otra cosa, lo demás nos parecía insulso, al menos mientras estábamos juntos. Yo era su instrumento, un lobo civilizado alrededor de su pureza con el que entregarse al infinito juego del placer. Y así era. Ofrecida, poderosa, ignorante de su plenitud, extendía su cuerpo a mi alcance.  El tiempo volaba, como volaba la gravidez de nuestros esqueletos y Carmen tiritaba al ver su cuerpo de estreno.  Mi mano era el puntero a donde iba su mirada. Era la proposición para descubrir que poseía unas piernas largas y fuertes, unas maravillosas piernas de mujer que temblaban al notar la presión de un dedo en la cara interna de sus rodillas y se quedaba observando fascinada como su cadera giraba por sí misma.  Giraba para que yo pudiera abordarla con más libertad.

Repítelo, parecía decir con su saliva perfumada.  Pero el deseo se atropellaba con el temor,  con la moral, con el arrojo mamífero al cuerpo y entonces volvía a temblar. Daba la impresión  que en estos casos era la voluntad  la que se rebelaba antes de que la sangre la poseyese por completo. Sin embargo su mirada seguía teniendo hambre.  Y así, en ese dulce y urticante vaivén, se completaban aquellas tardes de aprendizaje inconsciente de su poder femenino.  Sin un atisbo de coquetería en su ropa hacía saltar los resortes de su rubor con un apetito ilimitado.  El gozo del contacto, de la piel, del sexo, del calor, de la primera vez que los sentidos nos arrastran, como nos arrastra la marea del recuerdo para olvidarlo sin aparente dificultad.  O para recordar que una vez tuve una novia a la que nadie en su pueblo le había dicho que, desde el remate de sus senos a la finura de sus pies, poseía la apariencia de la manceba de Eros.  Yo fui su primer espejo.  Cristal de su piel, por eso quizá las nubes, la marea, quizá porque la sangre no olvida nunca.  Y sus manos.  Y mis manos.  Y sus latidos.  Y su carne en mis manos.  Y sobre todo sus ojos.  Sus ojos cerrados para no volverse a estremecer ante tanta belleza.

Comentarios (2)

  1. Isma dice:

    Bravo! Como siempre.
    Un placer pasarme a leer este nuevo texto.
    Saludos cordiales al ilustrísimo autor, jeje.

    1. La Huella dice:

      Muchísimas gracias Isma por pasarte!!! Nos alegra que te guste y el placer es nuestro;)

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