Chan

Es lo que tiene dormir en las montañas, que te tienes que buscar la vida en una aldea extraviada y pedir cobijo con cara de necesidad, o intentar vivaquear en cualquier esquina masticando la humedad hasta que amanezca.

Dos semanas antes, como tres niños que fantasean en una bola del mundo, nos pusimos a trazar líneas en un mapa de gran detalle de la Cordillera cantábrica.  La idea era cruzar a Galicia desde el norte de León haciendo algún dos mil que habíamos visto en otros ascensos.  Lo que no contábamos (o quizá sí, pero lo queríamos ignorar) es que el puente de noviembre nos coincidiera con un frente atlántico cargado de agua y viento.  Y cuando digo cargado me refiero a que tenía la misma carga de insistencia y tozudez que nosotros para seguir con nuestros planes.  Pero esa noche con todo el equipo empapado y el recuerdo de la velada anterior decidimos entregar la cuchara, es decir, pedimos papas en forma de refugio.  Estas cosas suceden en la montaña. Te da tanto como a veces te puede quitar y sí, puede ser majestuoso asomarte a los valles desde las alturas, admirar las aristas recortando el cielo, las aves en su libertad, el olor crudo a turba mojada, el sol restallando en la nieve, la cumbre como un altar hecho de aire.  Un aire fino, transparente y nutritivo para las piernas que atraviesan el territorio, pero sobre todo para el espíritu que las guía en el camino de ascenso.  Estas recompensas son las que nos impulsaban a no olvidar, a salir de casita y sus alfombras para echarnos en el monte los fines de semana. Marcos, Rubén y yo, cada uno a su manera, Marcos más atleta, Rubén más naturalista y supongo que yo un híbrido que añadía la mística que propician estos escenarios, los tres nos aliábamos para limpiar las miserias de la rutina, el tráfico, los bares, el exceso de información y los cientos de cosas que formalizamos durante la semana sin darnos cuenta.  Bueno, sí nos damos cuenta cuando se va la cobertura, el viento sustituye a los motores y no hay dos pasos iguales bajo nuestros pies. Por tanto, espabila, la montaña te va a contar un montón de cosas y todas tienen que ver contigo íntimamente.  Tu pereza, tu orgullo, tu fuerza de voluntad, tus miedos, tu egoísmo.  Todo se pone de manifiesto a lo largo de las horas, en un vacío perfecto para que todas esas máscaras que has construido a lo largo de tu vida se les vea el cartón sin pudor alguno.  Esas recompensas sensoriales de las que hablaba anteriormente (luz, vistas, aves, color) no se dieron esta vez.  El clima –aunque ya veníamos avisados, siempre tienes la esperanza de alguna ventanita entre frente y frente– cumplió su amenaza gráfica en forma de isobaras apretaditas y su fuerza no decayó en días.  La tormenta perfecta, decía Rubén, algo frustrado por no olisquear el entorno como a él le gustaría y quizá también algo amoscado con Marco porque fue el que más empujó para que al final nos lanzásemos los tres a caminar dentro de las nubes.

Estas dificultades meteorológicas otorgaban a la travesía un punto de dureza que siempre parecía escasa a Marco que inexplicablemente solía buscar los límites (todavía me pregunto las ganancias de ese afán) a costa de lo que fuera.  En esta ocasión no levantar la cabeza del suelo durante varios días y arrastrarnos con él sin miramientos para poner otra estrella en su currículum.  Siendo sinceros, tampoco nos podemos quejar, nuestro amigo era un gran guía, fuerte y prudente cuando se ponían las cosas serias.  Y a parte de su vigorexia madura –la ventolera de cada uno es para quien la sufre– era una gran persona.

Fue él quien lo mató.  Yo lo agarré y a Rubén no le dio el estómago para presenciar aquello, así que se alejó unos metros mientras terminábamos con la vida del animal.  Llevábamos cuatro o cinco horas en camino, remontando el valle.  Este, a medida que nos acercábamos a su cabecera, se estrechaba entre dos flancos rocosos de cierta altura. Rubén fue el que lo vio.  Enriscado en una pared había un cabrito de pelo oscuro que no parecía tener fácil salida. Acomodaba sus pezuñas continuamente buscando mejor apoyo, pero antes de que llegásemos a su altura se despeñó como un peluche deslavazado hasta caer en medio de unos arbustos.  Corrimos hasta allí.  Nos lo encontramos muy malherido, no intentó escapar.  Sin decir nada, sabíamos qué teníamos que hacer para evitar más sufrimiento.  Agárralo fuerte me dijo Marco, con un tono neutro que me sorprendió en aquella situación. Lo levanté sintiendo su cuerpo caliente y quebradizo.  Sentado en una piedra metí sus cuartos traseros entre mis piernas y las cerré con fuerza.  Su lamento era conmovedor. El quejido de un niño al que el dolor le impide luchar.  Rubén se alejó un poco más mientras Marco sacaba la Opinel. La abrió con destreza y le rebanó el cuello al bicho.  Yo miraba hacia otro lado con aquel pálpito infantil sobre los muslos.  Antes de un minuto dejó de moverse.  Yo también me quedé quieto con aquel pelele sobre mi regazo, hasta que entendí que debía soltarlo, levantarme, coger la mochila y dejar que los buitres hicieran su trabajo.  Quizá los mastines lo encontraran primero, pero deseché esa imagen con cierto repelús de carnívoro de hipermercado mientras me palpaba la pernera ensopada de orines.

Creo que es el siguiente valle, dijo Rubén intentando explicarnos que estaba seguro de que el mapa marcaba un caserío, no llegaba a aldea, al final de un camino del que seguramente tendría algo que contarnos por su origen romano, medieval, o relacionado con Compostela.  Nos quedaban unas tres horas de luz y apuramos el paso.  Todos estábamos de acuerdo en evitar otra noche envueltos en aquella humedad tozuda y penetrante.  Rubén tenía razón, el brillo de la pizarra en los tejados era inconfundible en la vertiente opuesta a nuestra posición.  Un par de palleiros y un hilo de humo nos dieron un nuevo impulso para movernos más rápido. Llegaríamos de noche, pero llegaríamos. Las nubes se hundieron un poco más sobre los pastos de altura, algunas vacas impasibles ostentaban sus colores en aquel escenario tenebroso. Marco, que iba adelantado, se detuvo para indicarnos que había un toro de cojones monumentales en el borde del sendero.  Dimos un rodeo mientras el tipo nos miraba fijamente, al tiempo que expulsaba un truño de estructura viscosa con todo gusto.  Como tú por las mañanas Rubén, le dijo Marco, mientras ponía cara de estreñido.  Ya te lo dije muchas veces, te haría falta un poquito de papaya.  Antes de terminar la frase metió el pie en una bosta de buen diámetro y de frescura tangible, fue de los escasos momentos en que pudimos reírnos un poco en medio de esa nebulosa que parecía perseguirnos como un castigo de los dioses.

Normalmente esos ratos son muy frecuentes cuando el tiempo acompaña, el monte se convierte en un gran campo de juegos en el que el niño imagina antes de que el hombre se encuentre cara a cara con su soberbia, su carácter, su miedo o su osadía.  Al llegar a la aldea nos agrupamos por si acaso había algún mastín marcando territorio.  Algunas casas estaban derruidas, también la mayoría de cuadras, entre ellas algunas losas con pinta de llevar ahí algún milenio completo.  Llamamos a la puerta de la única casa que parecía ocupada, al tiempo que apagábamos los frontales y nos sacábamos los pelos de la frente para maquillar al menos un poco aquella facha de errabundos desharrapados.  Al abrirse la puerta, la luz de la lumbre perfiló una figura pequeña y algo encorvada que sin decir palabras nos observaba inmóvil.  Marco le resumió nuestra situación mientras las gotas sobre nuestras capuchas le añadían una música de suspense a la posible reacción de aquella silueta sin rostro.  Nos contestó en un gallego cerrado que nos podíamos quedar en una esquina a un lado de la entrada, con la condición de que nos fuéramos antes del amanecer ya que iban a salir temprano con el ganado.  Sin más ceremonia ni otro atisbo de hospitalidad, la señora se encaminó hacia el fondo de la estancia donde otra persona permanecía observando con lo que parecía una navaja y un trozo de madera en las manos. Quizá fuera un taco de cecina, pero el titilar del fuego no permitía definir bien ni los rostros ni la edad de aquellas personas.  Estar bajo techo nos relajó inmediatamente y apartando unas varas y los restos de paja del suelo, nos instalamos aireando nuestra carga y aliviando el peso extra que aportaba el agua.  Comimos algo hablando en voz baja, siempre con la vista puesta en aquella pareja a la que no despertábamos interés alguno. El hogar fue agonizando y también la intensidad de la luz. Marco y Rubén se estiraron como mejor pudieron y entre algún suspiro de alivio y bienestar se quedaron dormidos inmediatamente.  Yo seguía hipnotizado por aquellas figuras hasta que se movieron hasta un codo recogido de la casa donde ya no podía verlos.

En ese momento comenzó.  Al principio parecía un ruido lejano, como si una bestia de la cuadra contigua estuviera dando a luz con un dolor desorbitado. Unos minutos después no tenía duda que ese sonido venía del interior de la casa.  Era un gruñido humano, alguien intentaba expresar algo con la violencia del que no puede articular palabra, y su respiración se convierte en un grito ahogado por la impotencia.  Era una niña, o eso visualicé en mi mente agotada.  Tentado por la curiosidad comencé a incorporarme con la intención de ver con mis propios ojos donde nacía aquel quejido inhumano.  Al ver a mis dos compañeros durmiendo plácidamente y ante la posibilidad de que nos arrojaran a la lluvia de nuevo, me senté intentando mantener el pulso tranquilo, yo también tenía que descansar.  Quedaban dos jornadas duras y no iba a ser un trapo deambulando por todos los cordales que nos quedaban por atravesar.  Sin embargo, aquel lamento atroz ya estaba en mi cabeza y a medida que la luz se iba extinguiendo, mi cuerpo alerta se resistía a sucumbir al desgaste acumulado.  Me agarré al crepitar del fuego para relajar el cuerpo pensando en que la luz del alba despejaría toda esa densidad que se me había metido dentro y nunca había experimentado antes. Quizá fuera el humo, sí, que nos estaba dejando sin oxígeno causando visiones o alteraciones en la percepción.  Volvía a dudar en despertar a mis compañeros.  Viendo que el tiro funcionaba perfectamente, pensé que solo serviría para ejercer de diana en los próximos dos años de vaciles y entrar con honores al catálogo de nuestro anecdotario más distinguido.  Un catálogo que nos cosía como un inventario sentimental comunitario, al modo de unos hermanos que comparten y alimentan la memoria sagrada de su infancia.

Finalmente, me entregué a un descanso ligero y confuso, en el que la conciencia parecía no querer abandonar los sentidos del todo.  Después de un tiempo indeterminado algo, alguien, se apoyó en mi pierna, al abrir los ojos sobresaltado una sombra se retiró rápidamente sin darme tiempo a distinguir de qué se trataba ni hacia dónde se había metido.  Me toqué el muslo en la oscuridad con las dudas del que sale del sueño y aun no puede discernir lo que le rodea.

Un rato después cumpliendo con lo acordado nos despidieron sin ceremonia, con un portazo seco y enérgico. Un buenos días plenamente rústico dijo Rubén antes de que Marco espabilara el paso recordándonos que de buenos días nada, que seguiríamos sin ver el sol aunque se hiciera de día en breve.

La semana siguiente después de abandonar la montaña sin pena ni gloria ni comentar demasiado aquella noche a cubierto, me propuse quitarme esa piedrita en la bota que traía conmigo después de aquella madrugada.  Dejándome las pestañas en el puzzle aéreo de guguel, me puse a rastrear la zona para ubicar aquel caserío perdido donde nos habíamos refugiado.  Ajá, aquí está, a ver, sí, zoom, más, un poco más.  Qué raro, pero es que no hay otro, tiene que ser este.  No había tejados en la aldea, ni rastros recientes de haberlos tenido.  Ahora iban a flipar estos dos cuando se lo diga el fin de semana y les cuente el resto de la historia de aquella madrugada. No hizo falta llegar al viernes, lo que fue un cosquilleo se convirtió en picor y después en ardor al rascarme sin darme cuenta.  Al tercer día debajo de la ducha me di cuenta, tenía un eccema en el muslo, me senté en la cama abriendo un poco las piernas, no podía ser, me incorporé rápidamente subiendo la persiana a tope, no era un eccema, ni una erupción parecían dos tatuajes enterrados que estuvieran aflorando sin remedio, no podía ser, pero ahí estaban.  Incrédulo acepté lo evidente, examinando bien aquella especie de estigmas que se alargaban simétricamente dibujando una figura inequívoca, eran los cuernos de una cabra.

Comentarios (2)

  1. Ismael dice:

    Que bonita anécdota, muy bien contada y las fotos espectaculares.
    Bravo!

    1. La Huella dice:

      Muchas gracias por acompañarnos en la travesía y participar en la exploración. Un abrazo.

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