Si la ausencia tiene un nombre es el tuyo en mis labios.

Lo que dejaste en mí fue un río vivo, un romance cercenado, la sombra del infortunio, un ronsel de caricias en los pulsos, en las palmas, en las sienes. Caricias siervas de tu piel sin duda. Arden cada noche al pie de tu silencio.

Me dejaste solamente con una escolta en mis paseos.  Tu benjamín, es mi bastón en estos tiempos -la vida no espera por nadie y busca renovarse con ferocidad-, vasija de nuestras aventuras y tormentas.  Ya habla de ti, ilumina tu rastro y el nudo fraterno que nos abraza en forma de frases que no remiten a nada que no fuera nuestro. La naturaleza no sabe mirar atrás.  La tinta lo procura.

Me dejaste una lente fina para la vida, un olfato aterrador para la muerte. Un balcón a la locura, una hondura paralizante (ojalá no lo hubiera heredado jamás), para ser espejo de todo lo absurdo que nos empuja a esforzarnos cada mañana.

Me dejaste un mechón del pincel de tu ironía, una curiosidad agregada, un cansancio precoz, un asiento siempre vacante.  Un catálogo musical que no conviene mezclar con alcohol sin alevosía.

Me quedé sin tu palabra y eso para mí es una habitación vacía. El lugar donde nos encontrábamos para sentir simplemente que el hogar no era un espacio.

Me legaste un álbum delicioso con un epílogo desgarrador que no quiere admitir la dignidad de tu figura.

Me dejaste tu desafío frontal en fotografías que nunca permitiste, regalos que no entendí en su momento y me traspasan con el fondo de tus ojos.  Ese fondo tan tuyo, tan mío, tan de nadie como nuestro, flor de mis madrugadas.

Vuelvo a cumplir años sin tu choteo y no tengo nada importante que contarte, que no sea tu voz ausente, el retorno repentino de la rabia, el cariño postergado sine die, el rastro tibio de tus rizos en la punta de los dedos. Dádivas que siguen brotando para nadie porque solo llevan tu nombre y se me van embalsando en el cuerpo con una mezcla de ternura y frustración que voy vistiendo con rutinas y urgencias invisibles, ojos que no sienten, corazón mutilado.

Me dejaste un surco en el lagrimal, una compañía clandestina, la nostalgia como una soga de espinas a la que asirse cada día. La gallardía para volver a tu rostro.  Reconozco que me cuesta perdonártelo: el hecho de quedar huérfano de tus pupilas.  Será por el egoísmo de estar vivo y no poder ensanchar nuestro camino, nuestra morada, nuestra mesa común.

Olvidaste el balón dormido que pulimos juntos el último verano, alguna vez lo he sorprendido mirándome aburrido desde su rincón.  Supongo que no comprende tanta quietud, tanta espera, tanta puerta adentro, tanta pradera fuera.

En el estribo quedó prendida el alma de tu impronta, tu luz de estreno, el viaje inminente.  Extraviaste tus sueños en mí, como quien entrega el testigo antes de partir siquiera. Y ahora los llevo conmigo -algo remendados admito- como una conversación inacabada en la que termino hablando solo.

El otro día con una sonrisa entredientes regresé a la playa de tu infancia a reconstruir tus obras de ingeniería en la boca del río.  El arenal parece otro, pero las rocas más o menos enterradas son las mismas.  Están en el mismo lugar recibiendo en sus pliegues las ofrendas de la marea, día a día, luna a luna, año a año.

Por todo lo que me dejaste, por el honor de tu memoria, por tu huella en mi pecho, por nuestra amistad secreta, renuncio a que el tiempo me cure de ti.