Paisaje de interior
Escombrera
Cada mediodía, con una constancia inoxidable se acomoda en su silla, pliega su bastón y despide a su acompañante no sin expresar en su rostro cierto alivio
Cada mediodía, con una constancia inoxidable se acomoda en su silla, pliega su bastón y despide a su acompañante no sin expresar en su rostro cierto alivio. Quizá simplemente sea el gusto por la soledad inaugurada.
A mí con mi aperitivo habitual delante de las narices me complace observarlo, aunque he de admitir con un punto de sonrojo que me aprovecho de la ventaja de poseer unos ojos medianamente sanos, frente a su indefensión hacia todas las miradas invisibles que lo escudriñan sin medida, sin reparo, sin la vergüenza de invadir una intimidad así. A un vidente nunca le miraríamos más de cinco segundos si no vamos a dirigirnos a él.
Siempre le sirven el mismo vino tinto en una copa larga que ubica en la esquina de su mesa, nunca demasiado al borde, nunca demasiado al medio. Un farol situado a conciencia. Toma un trago y parece examinar el aire. Su origen, su temperatura, su intensidad… en ocasiones lo comenta si no se acompasa a la época del año. Pero la mayoría de veces calla y degusta el sonido de las fuentes, de algún ave cantora, de los niños con el balón y sus pequeñas escaramuzas a lo lejos.
Después de dos o tres buches se acaricia la panza y busca su paquete de tabaco en el bolsillo de la camisa. Todo con pausa y seguridad. La camarera, muy joven, lo trata con cariño y él en ocasiones le regala alguna picardía en voz baja. Se acerca la hora de comer, la gente comienza a entrar en el bar. Él escucha sus pasos, su ritmo, la estela olfativa de algunas personas atrae su atención, pero no lo expresa. Quizá un mohín en sus labios que yo interpreto como: yo sé la verdad, pero no será más verdad porque la propague. El desfile continúa y noto que se altera con ciertas voces, con ciertos tonos, pero los despacha sin excesiva ceremonia, sabe mejor que nadie que el alcohol los empuja a decir bromas improcedentes. La camarera le toca el hombro, él estira un poco la punta de los pies. Ya entró todo el mundo, nos quedamos solos en la terraza, yo observo las lágrimas en mi vaso. Él enciende otro cigarrillo y levanta un poco la barbilla como si buscara algo en su frente, sin duda los ojos que le quedaron adentro, el croquis de imágenes que seguramente estará hastiado de recrear y que quizá el espíritu del vino en ocasiones le regala alguna foto extraviada, valiosa, insospechada. Él sabe que estoy ahí, ha escuchado mi voz muchas veces, sabe dónde me coloco y qué bebo. Supongo que imagina que estoy moneando con el teléfono. La última década se ha ido dando cuenta que las conversaciones se van fragmentando, que regularmente se queda con la palabra en la boca o aparecen sonidos repetitivos y estridentes a su lado de manera repentina.
Alguna mañana he sentido el impulso de hablarle, de preguntarle, de intentar ofrecerle algo de mí. Pero soy egoísta y prefiero que las palabras no me distraigan del privilegio de ver el mundo a través de la claridad de su mirada.
A un vidente no le vamos dirigir más de 5 segundos si no vamos a hablar con él.
Qué bueno!!!
Observar sin ser observado, ser observado sin observar. La vida de la tasca da mucho que hablar, o no. Grandeeeeee!!!
Siempre tan clarividente, me ha encantado!!!
Menos mal que la presbicia se compensa con otras cositas propias de la experiencia 😉